viernes, 4 de abril de 2008

Los Altos del Golán

04.04.2008



Una formidable muralla natural constituída por montañas de más de dos mil metros de altitud divide la vieja Vadinia en tres pueblos hoy administrativamente bien diferenciados. Lo que autores como
Justiniano Rodríguez Fernández y Jose María Villanueva Lázaro han descrito en sus magníficas obras como "
La Cantabria Leonesa" en nuestros días se reparte entre las Provincias de León y Palencia y la Comunidad Autónoma de Cantabria.

Son los increíbles valles y cimas alpinas que nacen de las estribaciones de la Sierra del Pando y septentrionalmente, remontan para llegar al paso de montaña de San Glorio -que comunica La Liébana con La Tierra de La Reina- hasta las Orientales Fuentes Carrionas, que terminarían en La Fuente del Cobre. La singularidad de estos bastos parajes, situados en pleno corazón de la Cordillera Cantábrica, radica en el inusual estado de conservación en el que se encuentra esta amplia extensión de montañas, que los ha convertido en santuario relicto de diversa flora y fauna, entre las que destaca por encima de todas la especie más emblemática (y mediática) de la Cordillera Cantábrica, el Oso Pardo. Sobre el tema se ha escrito mucho y en mi modesta opinión poco bueno, mezclando ignorancia, demagogia y fundamentalismos a partes iguales, y como no es mi intención contribuir a la maraña de "opiniones cualificadas" que se han vertido al respecto, confío en que, quien pueda estar interesado en un análisis bastante serio del trasfondo puramente medioambiental, en este documento encuentre suficientes bases para constituir una opinión medianamente fundada.



La sobrecogedora belleza de los lagos que reposan en estas solitarias montañas -reliquias vivas de pretéritas épocas glaciares- simboliza una riqueza oculta, ya que no hay que olvidar que de estas alturas nacen los manantiales que darán lugar a tres importantes ríos, El Carrión y el Yuso o Bierón (confundido malintencionadamente por el ilustre Don Antonio Valbuena como Esla) ambos tributarios de la cuenca del Duero, y el Quiviesa, uno de los principales afluentes del Deva, que va a morir a aguas del Mar Cantábrico.
Es sin duda un espectáculo digno de presenciar, el azul turquesa del sueño invernal de estas pequeñas masas de agua congeladas en los meses más fríos, en que el blanco elemento sepulta toda forma de vida, proporcionando una uniformidad de formas y de colores que ninguna fotografía hace justicia a la viva mirada del privilegiado testigo.
Aquí arriba los inviernos son probablemente los más largos y extremos de toda la Cordillera Cantábrica. La altitud y latitud, junto con las características geológicas del terreno provocan que la nieve sea un paisaje habitual durante una gran parte del año. Si bien es cierto que ya no son tan frecuentes aquellas terribles nevadas que azotaban incluso los valles donde se ubicaban los pueblos y que provocaban tantas penurias, siguen siendo estas montañas junto con los Picos de Europa donde primero ven los Vadinienses blanquear el otoño y donde en último lugar se despide la primavera de su tardío manto blanco. Quizá la dureza del clima haya influído decisivamente en el extraordinario estado inalterado del medio que ha llegado hasta nuestros días. Y quizá este mismo salvoconducto junto con la codicia y estupidez inherentes al hombre sean al mismo tiempo su más seria amenaza de muerte.

El vadiniense de nuestros días camina sumido en una absoluta crisis de identidad y valores, asume como propias las reglas de juego que rigen un mercado en el que su participación está limitada a subastar su valioso legado a precio de saldo. Todo ello a cambio de un progreso y desarrollo que se lleva anunciando desde hace demasiados años y del que solo hemos visto su cruz en forma de "sacrificios necesarios". Este chantaje se sustenta en el viejo dicho de que "tan solo el necio confunde valor y precio" puesto que sin darnos cuenta, hemos ido hipotecando todo nuestro patrimonio colectivo, nuestro único haber como pueblo y como colectividad, el hecho diferencial, el sustento y legado en vida de nuestros ancestros dilapidado por una prodigalidad más que codiciosa, ingenua, creyéndonos en todo momento juez y parte en una fiesta en la que ni siquiera hemos sido invitados.
Cuántas veces, en animada conversación de recuerdos y tiempos pasados, hemos llegado a la conclusión en el ámbito doméstico de nuestros pueblos del progresivo cambio en la mentalidad colectiva. La pérdida de esa solidaridad y hermanamiento que se comparten cuando las circunstancias familiares, económicas y las aspiraciones vitales cotidianas son comunes. Pese a asumir conscientes el natural e irremediable veneno de la nostalgia, es difícil negar objetivamente que lo que antaño unía la humildad en las condiciones de vida compartidas, hoy ha desaparecido fruto de ese espíritu individualista y ciertamente contemporáneo que impregna nuestras relaciones de vecindad.
Si esto sucede a nivel de corrales, es fácil extrapolar a ámbitos superiores esta deriva vital.
La envidia es mala consejera. No se pueden formular exigencias legítimas señalando con inquina el dedo acusador contra nuestro vecino. No voy a cuestionar el nefasto resultado que ha supuesto para nuestra olvidada provincia la incorporación forzada al enegendro autonómico en que se nos metió en su día, pero la autoconmiseración tiene sus propios límites y éstos bajo mi entender se exceden cuando se necesita recurrir a odiosas comparaciones, como si nuestros vecinos tuvieran que redimir su culpa por haber salido menos malparados en este infausto viaje. Palencia ha pagado tambien su penoso tributo hidráulico con la construcción de embalses en prácticamente todos sus valles de montaña. Los residuos que generamos en la Mancomunidad de Municipios de Riaño son depositados en Guardo, la Central Térmica que canaliza las iras de la Montaña Oriental Leonesa por el trazado de Alta Tensión y de la que ahora algunos se acuerdan como fuente de generación de puestos de trabajo, fue libremente rechazada por Cistierna en su momento. No creo que nos podamos permitir perder el tiempo en rencillas domésticas, lo que no es bueno para tí no se lo desees al prójimo.

Al hilo de estas consideraciones, me viene a la mente una vieja tradición que unía en romería los vecinos pueblos de Portilla y Cardaño de Arriba, por el Valle de Lechada arriba. La recoge Antonio Zavala del testimonio oral de Don Daniel Cuesta natural de Barniedo en el libro En la Montaña de León (Editorial Sendoa 1996)


El Censo de la Cera


«En medio del valle de Lechada, que mide varios kilómetros de largo, estuvo, no sé si se lo he dicho, el pueblo de San Andrés, que también ha desaparecido. Pero aún quedan pedazos de pared y se conocen los cimientos de los edificios, en un sitio que le dicen los Prados de San Andrés.
Antiguamente hubo en esta zona bastantes caseríos de ésos. Como no había carreteras, se comunicaban por caminos que cruzaban las montañas.
Contaban los viejos de antes que una vez venía un carretero, con su pareja de bueyes y su carreta, desde Cardaño de Arriba, que está en la provincia de Palencia, a ese pueblo de San Andrés, del valle de Lechada.
Es un camino que se conoce todavía. Sube a una montaña muy alta, dejando Peña Prieta a mano derecha, pasa por un sitio que le llaman las Hoyas de Vargas, y por otro que le dicen la Charca de San Lorenzo.
Ese carretero traía, según unos, un guaje, un chiquillo; y, según otros, una guaja, que para el caso es lo mismo. Como era pequeño, lo había metido en el cillero.
Que si la lanza del carro termina en cabezón que llamarnos, donde se enganchan los bueyes, luego, antes de entrar en el carro, enancha, y en ese pedazo se hacía un cajón, como una arca, con su tapa y su llave para trancar.
Eso es el cillero, que es donde se guardan las mantas, la ropa, la comida y todas esas cosas, para que no se mojen, porque está hecho de modo que no entre el agua.
Pero era invierno y el carretero aquel se trasnevó. O sea que empezó a nevar y aún pudo llegar al alto, al puerto. Pero había ya tanta nieve y era un temporal tan feo, que los bueyes apenas podían andar, y llegó un momento que se negaron del todo.
Por más que hacía el carretero, los bueyes no se movían. Así que tuvo que dejar allí la carreta, los bueyes y el guaje que iba en el cillero y bajar él solo a San Andrés a pedir auxilio.



Llegó a San Andrés, dió aviso de lo que pasaba y salió el personal en busca del chiquillo, los bueyes y la carreta.
Según iban para allá, que ya era de noche y aún seguía nevando, oyeron unos esquilones y al poco se encontraron con los bueyes y la carreta, que bajaban solos, sin carretero.
Dijeron todos:
- ¿Cómo puede ser esto? Y le preguntaban al niño:
- ¿Quién guió los bueyes? ¿Quién te ha traído? Y el chiquillo decía:
- Yo no sé quién sería. Yo no oía más que: "¡Arrea, Lorenzo!", "¡Deten, Andrés!", "¡Arrea, Lorenzo!", "¡Deten, Andrés!", y el carro iba andando.
Y como San Andrés era el patrono de ese pueblo del valle de Lechada, y San Lorenzo es el patrono de Cardaño de Arriba, pensaron todos que eran los santos y que había sido un milagro.
¿Quién iba a ser, si no? Es corno San Isidro, que fue a misa y, cuando volvió, se encontró con que los ángeles habían arado la tierra.
Entonces el carretero o el pueblo aquel ofreció llevar todos los años dos libras de cera al pueblo de Cardaño de Arriba, el día de San Lorenzo, que es el 10 de agosto.
Pero al faltar ese pueblo de San Andrés y heredar su pertenencia este pueblo de Portilla, quedó también con la obligación de cumplir ese censo. Yo, como le he dicho, nací en el pueblo de abajo, en Barniedo, pero ya desde niño oía decir:
- El día de San Lorenzo tienen que ir los de Portilla a llevar la cera a Cardaño.
No se podía girar la cera por correo ni nada de eso. Había que ir en persona a llevarla. Así que era una carga para todos. Pero la ponían en corrida. Cada año se encargaba un vecino, el que le tocaba el servicio de mayordomo de la iglesia, o sea, barrerla y cuidarla y esas cosas, que este año le corresponde a mi yerno. Ése es el que tenía que llevar la cera. Había vecinos que solían pagar a un peón.
No era el valor de la cera, sino el trastorno que causaba a la persona que le tocaba ir. Un señor que, en pleno verano, se las veía y deseaba para cumplir con las labores de aquí, tenía que perder todo un día entero, solamente por llevar eso.
Arrea andando por todo el valle de Lechada arriba, sube por la montaña a las Hoyas de Vargas y baja a Cardaño de Arriba, que igual se tardan tres o cuatro horas. Y vuelve otra vez andando.
Esa cera había que entregársela al presidente del pueblo, para que estuviera alumbrando el altar el día de San Lorenzo. También se entregaban noventa céntimos; cincuenta y nueve maravedíes, me parece, o no sé cuántos.
El pueblo de Cardaño mataba dos o tres ovejas, que comían entre todos los vecinos y convidaban al que había ido de aquí.
Ése es el censo de la cera. Sólo se interrumpió cuando la guerra. Igual pasaron cuatro o cinco años que no la llevaron. Ya no se iba y el asunto ese estuvo como muerto.
Pero el párroco que había entonces en Cardaño de Arriba, el último cura que vivió allí, escribió al presidente de este pueblo, que lo era entonces mí yerno, preguntando a ver qué era ese censo; que allí no sabían por qué se llevaba; que no lo preguntaba por el valor, sino por guardar la costumbre.
Ni en el archivo de Cardaño ni en el de aquí apareció documento ninguno que lo explicara. De manera que nadie podría de suyo reclamar nada. Si los de Portilla dijéramos mañana que no vamos, no vamos y nadie tiene por dónde obligamos. Pero la gente de aquí dijo:
- Hay que llevarlo para que no se pierda la costumbre.
De ese modo se renovó el censo y se siguió yendo.
Pero un fraile que hay de aquí, que está en Sestao, que es agustino me parece, estos años atrás promovió esa costumbre y ahora ha tomado mucho rumbo.
Se celebra una fiesta muy grande. Acude mucho personal. Los jóvenes marchan andando desde aquí, acompañando al que lleva la cera. Hay quienes van a dormir a medio del valle de Lechada, para cruzar la montaña por la mañana temprano. De este pueblo me parece que el año pasado fueron unos sesenta en peregrinación. Y otros tantos o más por abajo, en coche, dando la vuelta por la carretera.
Cardaño de Arriba está ya vacío. En invierno no vive nadie. Pero en ese tiempo que se va, en el verano, siempre hay gente. Vienen además muchos sólo por ver la fiesta. Entre ellos, los montañeros de Falencia.
Suben un trozo por el camino de la montaña, para salir al encuentro de los que van desde aquí andando, se juntan y bajan todos a una.
El sacerdote prepara el altar en el portal de la iglesia y dice misa de campaña. El personal se reparte en aquellos prados, que ese día se llenan. Y durante la celebración, al ofertorio o cuando sea, llevan y ofrecen la cera. Es muy bonito eso.
Después, los de Cardaño matan dos o tres ovejas, hacen caldereta y convidan a la gente
Uno de los años estuvo el obispo de Palencia, que comió después con todos, sentado en la hierba.»









Los buitres que acechan sobre nuestras montañas no anidan en los límites provinciales.
Vienen al olor de una carroña que no entiende de localismos ni de Historia, es un aroma embriagador que embota los sentidos y provoca un empacho en el entendimiento que impide discernir más allá de criterios tan espúreos como la rentabilidad o el beneficio empresarial.
Estas aves rapaces, se enrocan en despachos y gabinetes, crean y moldean opiniones a su antojo porque tienen acciones en medios de comunicación e hilvanan una complicada telaraña de cadena de favores entre grupos empresariales y partidos políticos que es complicado desenmarañar sin perderse.

La triste lección que nos ha tocado aprender en carne propia, vender por la fuerza un medio al que hemos pertenecido y que ha forjado nuestro caracter e identidad, es la ruina, la muerte en vida. Un idílico lago artificial que cubre nuestras vergüenzas y pecados cainitas que en su día rodearon el cierre del embalse, debería haberse convertido en un referente turístico de primera categoría, sin embargo la esencia del mismo responde a un fin tan ajeno a nuestras vidas que hace difícil olvidar un sentimiento de desamparo tan profundo que nos condena a vivir como extranjeros en nuestra propia tierra.
La desnaturalización paisajística es un sacrificio que no podemos cuantificar con un precio. Sencillamente, hay cosas que están fuera del comercio de los hombres. Cuando se mercantilizan, se desvirtúan hasta el punto de quedar inservibles. Y lo peor es que la vuelta atrás suele resultar imposible. No podemos aspirar a vivir como esos viejos chopos que nunca termina de cubrir por completo el pantano, con las raices en el fango y el agua al cuello, sin vivir, y sin acabar de morir, condenados eternamente a merced del fluctuante juego de las mareas. Solo siendo conscientes de lo que tenemos, aprendiendo a respetar su valor y conociendo nuestro patrimonio común podremos sacudirnos complejos y empezar a vivir de nuevo como personas libres.

Vale

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